Los versos sueltos de Natalia : Colchón mullido de falsedad
miércoles 23 de diciembre de 2020, 07:31h
Abre los ojos con dificultad. Se lo impiden las pestañas de muñeca de trapo que poseen un gesto anodino perpetuo.
La habitación está oscura pero oye como los pájaros cantan a deshora y se imagina que existe entre ellos un diálogo repleto de preguntas y respuestas que carecen de sentido.
Las cortinas descorridas le permiten ver como las nubes casi tocan el suelo intentando arropar al frío de esa noche de invierno recién comenzado. Son de un blanco mortecino que se mezcla sin pudor con la negrura densa del morir agonizante de esa jornada demasiado larga.
Las farolas surcan estáticas el cielo encapotado. Parecen bolas de navidad que adornan un falso abeto nevado.
Atraída por la magia, se levanta y apoya la cara en el cristal de la ventana. Se contagia de su frialdad, de su temperamento impasible, de su nada.
Lo besa, dejando sus labios una huella que al momento se iba a borrar. Una huella que se marcha mucho antes de que pase por ella el tiempo implacable.
Busca en su bolso la petaca de licor que calienta fielmente sus noches largas y gélidas. Da un trago prolongado y lento. Deja que el ardor recorra su garganta y ocupe su estómago. Su corazón se deja engañar y late con más fuerza por el mentiroso calor.
Las luces tímidas de las farolas ocultas tras la neblina de ese invierno recién comenzado perfilan su rostro recostado sobre la almohada, iluminan su pelo rubio y lo pintan con olas de un mar revoltoso y lejano.
Envidia su paz y vuelve a la cama para acariciar con los labios su barba corta y áspera, para respirar su melena que surca sin miedo el océano amenazante de la noche.
Intenta llenar un vacío que existe en su interior y después de otro trago se adentra entre la sábana de seda blanca y su cuerpo, buscando su firmeza para agarrarse a ella, para llenarse de ella. No la encuentra.
Llora sin saber el motivo.
Ni siquiera sus lágrimas mojan la cama, y resbalan por su cara, desbaratando el maquillaje desmesurado, cayendo en un pozo que no tiene fondo, en un río sin caudal que no alcanza piélago alguno.
Se viste deprisa, la falda es demasiado corta y con demasiados vuelos, los tacones demasiado largos y desgastados, el abrigo, dos tallas menos.
Cierra la puerta de golpe sin importarle el ruido que provoca mientras mete en el bolso los billetes que luchan por hacerse hueco junto a la frialdad de esa noche, al calor de la incondicional petaca y la pasión simulada del rojo de su barra de labios barata.
Se marcha perseguida por el reguero sembrado por sus sombras inacabables, dejando sobre el colchón mullido de la habitación de hotel la falsedad de unas luces fingidas y extintas, el ronquido suave de un placer vacío y pasajero.
El espejo del ascensor no devuelve su verdadero reflejo, sino otro de medidas casi divinas, de labios abultados perfectamente delineados y pestañas de muñeca intrascendente colocadas en torno a unos ojos vacíos e inexpresivos que no ocultan nada, porque la verdad es que no hay nada que ocultar.